La vieja Remigia sujeta el
aparejo, alza la pequeña cara y dice:
—Dele ese rial fuerte a las
ánimas pa que llueva, Felipa.
Felipa fuma y calla. Al cabo de
tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con
ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de
una limpieza desesperante.
—Y no se ve nadita de nubes —comenta.
Baja entonces la mirada. Los
terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un
bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos,
estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en
una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de
las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de
los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas
luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda
el humo a los cielos, para que llueva... Y nada. Nada.
—Nos vamos a acabar, Remigia —dice.
La vieja comenta:
—Pa lo que nos falta.
La sequía había empezado matando
la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a
la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le
fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama
y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron
por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales.
Sedientos y desesperados, muchos
hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las
familias en busca de lugares menos áridos.
La vieja Remigia se resistía a
salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo
de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido
techo de yaguas. Algún día...
***
Desde
que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una
parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza
fue juntando sus centavos en una higera con ceniza. Los centavos eran de
cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa, sembrando maíz y
frijoles. El maíz lo usaba en engordar los pollos y los cerdos; los
frijoles servían para la comida. Cada dos o tres meses reunía los
pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo
mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas
extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al
pueblo. Cerraba el bohío, le encarbaba a un vecino que le cuidara lo
suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche
estaba de vuelta.
Iba tejiendo su vida así, con el
nieto colgado en el corazón.
—Pa ti trabajo, muchacho —le
decía—. No quiero que pases calores, ni que te vayas a malograr, como
tu taita.
El niño la miraba. Nunca se le oía
hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su
machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el
conuco.
La vieja Remigia tenía sus
esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles; oía el
gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al
anochecer, cuando subían a los palos. Entre días descolgaba la higera
y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a haber monedas de
plata de todos tamaños.
Con un temblor de novia en la mano,
Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de
casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras
un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de
azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la higera y se
acercaba al nieto, que dormía tranquilo.
Todo iba bien, bien. Pero sin
saberse cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó un mes sin
llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante
de su bohío la saludaban diciendo:
—Tiempo bravo, Remigia.
Ella aprobaba en silencio. Acaso
comentaba:
—Prendiendo velas a las ánimas
pasa esto.
Pero no llovía. Se consumieron
muchas velas y se consumió también el maíz en sus tallos. Se oían
crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la
pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de
nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas
vientos húmedos, que alzaban montones de polvo...
—Esta noche sí llueve, Remigia
—aseguraban los hombres que cruzaban.
—¡Por fin! Va a ser hoy —decía
una mujer.
—Ya está casi cayendo —confiaba
un negro.
La vieja Remigia se acostaba y
rezaba: ofrecía más velas a las ánimas y esperaba. A veces le
parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas
lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa
de matrimonio.
Comenzó la desesperación. La gente
estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas.
Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de
las lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos;
los asnos se alejaban en busca de mayas; las reses se perdían en los
recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a distancias
de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los
montes, en procura de insectos y semillas.
—Se acaba esto, Remigia. Se acaba
—lamentaban las viejas.
Un día, con la fresca del amanecer,
pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo
flaco cargado de trastos.
—Yo no aguanto, Remigia; a este
lugar le han hecho mal de ojo.
Remigia entró en el bohío, buscó
dos monedas de cobre y volvió.
—Tenga; préndamele esto de velas
a las ánimas en mi nombre —recomendó.
Rosendo cogió los cobres, los
miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.
—Cuando quiera, váyase a Tavera.
Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es suyo.
—Yo me quedo, Rosendo. Esto no
puede durar.
Rosendo volvió el rostro. Su mujer
y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar
las lomas remotas.
***
El
muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le
acercó:
—Mamá, uno de los puerquitos
parece muerto.
Remigia se fue a la pocilga.
Anhelantes, resecas las trompas, flacos como alambres, los cerdos
gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los
espantó vio restos de un animal. Comprendió: el muerto había
alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca de agua
para que sus animales resistieran.
Echaba por delante el potro bayo;
salía de madrugada y retornaba a medio día. Incansable, tenaz,
silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en
la higuera; pero había que seguir sacrificando algo para que las
ánimas tuvieran piedad. El camino hasta el arroyo más cercano era
largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro bayo
tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían
chocar los huesos.
El éxodo seguía. Cada día se
cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba; ya sólo
los espinosos cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua
del arroyo era más escasa. A la semana había tanto lodo como agua; a
las dos semanas el cauce era como un viejo camino pedregoso, donde
refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde ramonear y
batía el rabo para espantar las moscas.
Remigia no había perdido la fe.
Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.
—¡Ánimas del Purgatorio! —clamaba
de rodillas—. ¡Ánimas del Purgatorio! ¡Nos vamos a morir
achicharrados si ustedes no nos ayudan!
Días más tarde el potro bayo
amaneció tristón e incapaz de levantarse; esa misma tarde el nieto se
tendió en el catre, ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera. Anduvo
y anduvo, llamando en los distantes bohíos, levantando los espíritus.
—Vamos a hacerle un rosario a San
Isidro —decía.
—Vamos a hacerle un rosario a San
Isidro —repetía.
Salieron una madrugada de domingo.
Ella llevaba el niño en brazos. La cabeza del muchacho, cargada de
calenturas, pendía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o
veinte mujeres, hombres y niños desharrapados, curtidos por el sol,
entonaban cánticos tristes, recorriendo los pelados caminos. Llevaban
una imagen de la Altagracia; le encendían velas; se arrodillaban y
elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y
acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón
con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando:
¡San
Isidro Labrador!
¡San
Isidro Labrador!
Trae
el agua y quita el sol,
¡San
Isidro Labrador!
Sonaba ronca la voz del viejo.
Detrás, las mujeres plañían y alzaban los brazos.
***
Ya
se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio
loca; pasó Felipe; pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las
velas. Pasaron los últimos, una gente a quienes no conocía; llevaban
un viejo enfermo y no podían con su tristeza; ella les dio para las
velas.
Se podía tender la vista sin
tropiezos y ver desde la puerta del bohío el calcinado paisaje con las
lomas peladas al final; se podían ver los cauces secos de los arroyos.
Ya nadie esperaba lluvia. Antes de
irse los viejos juraban que Dios había castigado el lugar y los
jóvenes que tenía mal de ojo.
Remigia esperaba. Recogía escasas
gotas de agua. Sabía que había que empezar de nuevo, porque ya casi
nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba pelado como un camino
real. Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por la maldad de
los hombres, se había realizado allí; pero la maldición de Dios no
podía acabar con la fe de Remigia.
***
En
su rincón del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura abajo entre
las llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego,
purificándose; y, como burla sangrienta, tenían potestad para desatar
la lluvia y llevar el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:
—¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de
Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo agua!
Las compañeras saltaron
vociferando:
—¡Dos pesos, dos pesos!
Alguna preguntó:
—¿Por qué no se le ha atendido,
como es costumbre?
—¡Hay que atenderla! —rugió
una de ojos impetuosos.
—¡Hay que atenderla! —gritaron
las otras.
Se corría la voz, se repetían el
mandato:
—¡Hay que mandar agua a Paso
Hondo! ¡Dos pesos de agua!
—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
Todas estaban impresionadas, casi
fuera de sí, porque nunca llegó una entrega de agua a tal cantidad; ni
siquiera a la mitad, ni aun a la tercera parte. Servían una noche de
lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio
entero por veinte centavos.
—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
—rugían.
Y todas las ánimas del Purgatorio
se escandalizaban pensando en el agua que había que derramar por tanto
dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno, esperando que
la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.
***
Abajo,
en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia
oriente y vio una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y
tan fina como la rabiza de un fuete. Una hora después inmensas lomas de
nubes grises se apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos
horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.
Llena de miedo, con el temor de que
se deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba. El nieto seguía
en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de
huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.
Arriba estalló un trueno. Remigia
corrió a la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un frente de
lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera
inconsciente; se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos.
¡Ya estaba lloviendo!
Rauda, pesada, cantando broncas
canciones, la lluvia llegó hasta el camino real, resonó en el techo de
yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose
arder, Remigia corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados,
los hilos gruesos del agua; vio la tierra adormecerse y despedir un vaho
espeso. Se tiró afuera, rabiosa.
—¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo
sabía! —gritaba a voz en cuello.
—¡Lloviendo, lloviendo! —clamaba
con los brazos tendidos hacia el cielo—. ¡Yo lo sabía!
De pronto penetró en la casa, tomó
al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo mostró a la lluvia.
—¡Bebe, muchacho; bebe, hijo
mío! ¡Mira agua, mira agua!
Y sacudía al nieto, lo estrujaba;
parecía querer meterle dentro el espíritu fresco y disperso del agua.
***
Mientras
afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.
—Ahora —se decía—, en cuanto
la tierra se ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles y
maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con que comprar semillas. El
muchacho se va a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera
verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría de este aguacero. Tantas
rogaciones, y sólo me van a aprovechar a mí. Quizá vengan agora,
cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.
El nieto dormía tranquilo. En Paso
Hondo, por los secos cauces de los arroyos y los ríos, empezaba a rodar
agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las piedras. De las
lomas bajaba roja, cargada de barro; de los cielos descendía pesada y
rauda. El techo de yaguas se desmigajaba con los golpes múltiples del
aguacero. Remigia se adormecía y veía su conuco lleno de plantas
verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía los rincones llenos
de dorado maíz, de arroz, frijoles, de batatas henchidas. El sueño le
tornaba pesada la cabeza.
Y afuera seguía bramando la lluvia
incansable.
***
Pasó
una semana; pasaron diez días, quince... Zumbaba el aguacero sin una
hora de tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal.
Bajo el agua tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida.
Salió de mañana y retornó a media noche. Los ríos, los caños de
agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo, borraban los caminos,
se metían lentamente entre los conucos. Una tarde pasó un hombre.
Montaba mulo pesado.
—¡Ey, don! —llamó Remigia.
El hombre metió la cabeza del
animal por la puerta.
—Bájese pa que se caliente —invitó
ella.
La montura se quedó a la
intemperie.
—El cielo se ta cayendo en agua
—explicó él al rato. —Yo como usté dejaba este sitio tan bajito y
me diba pa las lomas.
—¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa
este tiempo.
—Vea —se extendió el visitante—,
esto es una niega. Yo las he visto tremendas, con el agua llevándose
animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos los caños que
yo he dejado atrás, contimás que ta lloviéndoles duro en las
cabezadas.
—Jum… Peor que esto fue la seca,
don. Todo el mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.
—La seca no mata, pero el agua
ahoga, doña. Todo eso —y señaló lo que él había dejado a la
puerta— ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir de un
agua que me le daba en la barriga al mulo.
El hombre hablaba con voz pausada, y
sus ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante caer de la lluvia.
Al anochecer se fue. Mucho le rogó
Remigia que no cogiera el camino con la oscuridad.
—Dispué es peor, doña. Van esos
ríos y se botan...
Remigia se fue a atender al nieto,
que se quejaba débilmente.
***
Tuvo
razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e
inquietante; se oían retumbar los truenos; penetraban los reflejos de
los relámpagos por las múltiples rendijas.
El agua sucia entró por los quicios
y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el viento en la distancia,
y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta. Un
relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua
aquí, allá, más lejos, entre los troncos escasos, en los lugares
pelados. Debía descender de las lomas y en el camino real se formaba un
río torrentoso.
—¿Será una niega? —se
preguntó Remigia, dudando por vez primera.
Pero cerró la puerta y entró. Ella
tenía fe; una fe inagotable, más que lo que había sido la sequía,
más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado
como por fuera. El muchacho se encogía en el catre, rehuyendo las
goteras.
A medianoche la despertó un golpe
en una esquina de la vivienda. Se fue a levantar, pero sintió agua
hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía contra
los setos del bohío.
¡Ay de la noche horrible, de la
noche anegada! Venía el agua en golpes; venía y todo lo cundía, todo
lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de
oscuro cielo.
Remigia sintió miedo.
—¡Virgen Santísima! —clamó—.
¡Virgen Santísima, ayúdame!
Pero no era negocio de la Virgen, ni
de Dios, sino de las ánimas, que allá arriba gritaban:
—¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya
va medio peso!
***
Cuando
sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de
esperar y levantó al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril;
luchó con el agua que le impedía caminar; empujó, como pudo, la
puerta y se echó afuera. A la cintura llevaba el agua; y caminaba,
caminaba. No sabía adónde iba. El terrible viento le destrenzaba el
cabello, los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua crecía,
crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse.
Seguía sujetando al niño y gritando:
—¡Virgen Santísima, Virgen
Santísima!
Se llevaba el viento su voz y la
esparcía sobre la gran llanura líquida.
—¡Virgen Santísima, Virgen
Santísima!
Su falda flotaba. Ella rodaba,
rodaba. Sintió que algo le sujetaba el cabello, que le amarraban la
cabeza. Pensó:
—En cuanto esto pase siembro
batata.
Veía el maíz metido bajo el agua
sucia. Hincaba las uñas en el pecho del nieto.
—¡Virgen Santísima!
Seguía ululando el viento, y el
trueno rompía los cielos. Se le quedó el cabello enredado en un tronco
espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos
y troncos. Las ánimas gritaban, enloquecidas:
—¡Todavía falta; todavía falta!
¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!