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Juan Bosch |
La carretera está muerta. Nadie ni
nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se la
ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un
rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre el —lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su
muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban;
algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban Fue muy largo todo
aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el
acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que
desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita. detrás de
las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas
y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió
también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos.
Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies
están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen
cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero
blanco.
También hay bohíos, casi todos
bajos y hechos con barro. algunos están pintados de blanco y no se ven
bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse
día a día. Las canas dieron esas techumbres por las que nunca rueda
agua.
La carretera muerta, totalmente
muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como
un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la
momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos.
No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El
niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba
a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la
carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella
criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no
podía verse.
A medida que se avanzaba crecía
aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera
muerta. Crecía, y Quico se dijo: Un becerro, sin duda, estropeado por
auto.
Tendió la vista: la planicie, la
sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo
un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las
fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se
resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los
cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vió que era
persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la
única habitación del bohío. caliente como horno, la persiguió,
tirándola de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
—¡Hija de mala madre! ¡Hija de
mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonzada!
—Pero si nadie pasó, Chepe: nadie
pasó —— quería ella explicar.
—¿Qué no? ¡Ahora verás! Y
volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de
su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. El veía la mujer
sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos
de llorar, de gritar mucho. De seguro mami moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió
la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro
días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la
leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas
monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara
tanto tiempo.
—¡Te mataré si vuelves a esta
casa!
La mujer estaba tirada en el piso de
tierra ¡sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta
la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran
momia.
Quico tenía agua para dos días más
de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta
el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para
limpiarla de sangre.
Chepe entró por el patio.
—¡Te dije que no quería verte
más aquí, condenada !
Parece que no había visto al
extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de
seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero
él, medioloco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarla ya.
Entonces fué cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín, pequeñín,
comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era silenciosa. No decían
palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vió cómo Quico ahogaba a
Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Este
comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al
rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero
cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa,
casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó.
Sonó seco el golpe. Quico soltó el
pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos
con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella
sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas
sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar.
Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien
venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo
estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de
arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.